29 agosto 2008

El musical del Dr. Horrible

Joss Whedon lo ha vuelto a hacer. El creador de la infravalorada (qué guay queda decir eso) Buffy cazavampiros y la obra de culto Firefly (¿qué hacen que no la han visto?) ha estrenado este verano, por Internet, como quien no quiere la cosa, una mini serie llamada Dr. Horrible's Sing-Along Blog.

Perdonen el retraso. A estas alturas muchos ya habrán oído hablar del asunto. Es que entre las vacaciones y... las vacaciones, he perdido el contacto con el mundo exterior. Al grano: Whedon estrenó en la citada web su última creación, sólo visualizable en streaming desde los EE.UU. y, posteriormente, también adquirible en iTunes; el siguiente paso será el DVD con extras (y, bueno, seguro que al espabilado lector se le ocurre alguna otra forma de hacerse con ella). Sin televisiones ni gaitas de por medio. Un aplauso por la apuesta por las nuevas tecnologías. Aunque fuera porque se aburría como una ostra durante la huelga de guionistas y no tenía forma de vender la idea.

La serie consiste en tres actos de a cuarto de hora. Ligero. Como para que cualquier consumidor compulsivo con capacidad de atención nula de los engendrados por la web 2.0 sea capaz de verlo sin que le entre urticaria. El protagonista es nada más y nada menos que Neil Patrick Harris, el fabuloso Barney de How I Met Your Mother, escoltado por Nathan Fillion, el Capitán Mal de la ya mencionada Firefly, y Felicia Day, un rostro menos conocido. Buenas cartas de presentación.

Pero lo mejor es el argumento. Como dice el propio Whedon:

A supervillain musical, of which, as we all know, there are far too few.

Efectivamente, un musical de supervillanos y superhéroes en el que el malvado Dr. Horrible mantiene un vlog donde desmenuza sus taimados planes para dominar el mundo. Desgraciadamente, toda su seguridad desaparece cuando se cruza en la lavandería con la bella Penny metiendo su lencería en el tambor; y, por si fuera poco, el apuesto Capitán Hammer, su némesis, no deja de complicarle la vida. Todo ello entre pegadizas canciones, coreografías simples y, por supuesto, un envidiable sentido del humor. Irresistible.

La serie se ha convertido en un fenómeno en Internet, uno de los temas del verano. Lo mismo hasta terminan recuperando la pasta que les ha costado la tontería. Ustedes, para empezar, no se la pierdan.

(Por si alguien no ha caído en ello: el Tubo y el Torrente pueden ser sitios interesantes para ver la serie. El segundo si lo quieren subtitulado.)

24 agosto 2008

¿Publicidad subliminal?

Navegando de madrugada en otra noche de insomnio, sin saber ya qué hacer, voy a parar a esta noticia de El País sobre Robinho. Estoy ya en un grado de decadencia tal que hasta me la leo. Pero en el último párrafo encuentro algo extraño. Me froto los ojos, debe ser el cansancio. No, sigue ahí. Tranquilo, lee despacio, debe tener algún sentido.

No, definitivamente no. Dejo captura por si, en un inaudito ataque de lucidez, lo hacen desaparecer.

22 agosto 2008

Estos juegos modernos son una mala influencia

-Un juego que de siempre ha existido, ahí donde lo tienes -comentaba Felipe-. No pasa de moda.
-Ya. No como el futbolín y estos enredos de hoy en día, que tan pronto hay la fiebre de ellos entre la juventud, como de golpe desaparecen el día menos pensado.
-Y son el perdetiempo más grande y el mal ejemplo de los chicos -dijo Petra-. Pervierten a la inafancia.

Rafael Sánchez-Ferlosio, El Jarama (1956)

01 agosto 2008

Fauna playera (II)

La playa de Minigauss, a falta de otros servicios como chiringuito, duchas o alquiler de hidropedales, cuenta con su propio pervertido, con su voyeur. Con su mirón, vaya. No un aficionado al voyeurismo que se deje caer por allí, sino un profesional, alguien que dedica sus tardes de verano a ponerse morado viendo cuerpos en diferente grado de desnudez. El tipo debe pasar los treinta, escuchimizado, cabello oscuro, largo y desaliñado, dientes torcidos y prominentes, gafas -no se las quita ni para bañarse: hay que ver bien hasta desde el agua- y suele llevar por único atuendo, una vez se ha instalado, una vieja gorra que en algún momento debió ser azul. El aspecto global es desagradable, pero el rechazo aumenta cuando descubres que constantemente dirige indisimuladas miradas a los que le rodean. Incluso a ti. No se molesta en fingir que lee un libro o escucha música o hace ejercicios de yoga, simplemente baja al caer la tarde y se dedica a mirar al paisanaje; si acaso, cuando no puede aguantar más el calor o el calentón se refresca con un breve baño en el que no deja de escudriñar los cuerpos que le rodean.

Y ojo, que en una playa todos miramos a nuestros vecinos, especialmente si es una moza de buen ver, están tan cerca que no es raro que en algún momento fijemos nuestra atención en ellos y, qué carajo, no hay nada malo en alegrarse un poco la vista. Es uno de los atractivos de la playa: allí cada uno expone lo suyo y atisba lo de los demás. Quid pro quo (jeje, si sé latín yo). Lo que ya pasa de lo razonable es aposentarse en un lugar, observar al personal, otear los alrededores en busca de más cuerpos interesantes -si hay genitales a la vista, mejor- y trasladarse a esa nueva posición, situándose mucho más cerca de lo que parecería aconsejable, a una distancia sospechosamente menor que la que pueda haber entre otras dos toallas cualquiera de la playa, si es posible en la bisectriz de las piernas, mirar descaradamente y vuelta a empezar. Más de una -y más de uno- se han visto (juas, observen el juego de palabras) obligados a mudarse ante tanta observación, incómodos. Supongo que algún(a) exhibicionista también lo habrá disfrutado.

Claro que en ocasiones he envidiado su desvergüenza para cambiar de lugar, cuando entra en juego la Ley del Barco Fondeado: ya puede haber un centenar de metros entre cada bañista playero que en tus inmediaciones hasta entonces tranquilas irá a aposentarse, no una jugosa cierva partidaria del moreno integral, sino siempre una familia con niños alborotadores y suegra, en el peor de los casos ella amante del bronceado integral. Y así no hay manera, oiga. Uno se baja a un lugar público a lucir cuerpo serrano mientras lee una ligera novela veraniega, no sé, Crimen y castigo,o a algún escritor inglés en su lengua original, con el título bien a la vista, esperando llamar la atención de una estupenda doncella amante de la novela rusa del XIX, en el primer caso, o una simple guiri en el segundo, y con tanta algarabía no hay forma de parecer una atormentada alma solitaria. No hay derecho.