23 enero 2011

¿Y si...?

Ciertas teorías plantean que, cada vez que tomamos una decisión, el universo se desdobla y otros yoes siguen vidas paralelas, realizando todas las posiblidades que en estas cuatro dimensiones descartamos. Si fuéramos capaces de unir todas estas consciencias, tendríamos una vida plena, en el sentido más literal, experimentando todas las bifurcaciones posibles.

Algunas personas creen que así encontrarían la felicidad, sin remordimientos, ni arrepentimientos, ni dudas sobre posibles presentes alternativos. A mí me cuesta. Principalmente, porque tengo la intuición de que aun en infinitos mundos siempre tomaría la decisión equivocada, o acabaría encontrando la forma de cagarla. Ser completamente consciente de ello resultaría abrumador: uno de los pocos consuelos que tenemos en esta vida es creer que tomando otros caminos nuestra vida habría sido distinta. Mejor. Si la hubiera besado aquella noche, si le hubiera mandado a la mierda, si hubiera subido a aquel tren, si nunca hubiera tomado este avión...

Imaginamos otras realidades para evadirnos de la nuestra y nos torturamos creyéndolas más atractivas, aunque no tengamos ninguna garantía de que realmente el resultado fuera ése. Nos causa dolor, pero también nos ayuda a querer transformar nuestra realidad para acercarla a la deseada. Porque una vida perfecta como combinación de otras, o por simple estadística, no tiene ningún mérito. Debemos construirla aquí y ahora, con todas las limitaciones espacio-temporales. Hay otros mundos, pero están en éste*.

Conocer todo, vivir todo... ¡qué aburrimiento! Como la mortalidad en la obra de Tolkien, la ignorancia es nuestro don tanto como nuestra maldición. La única felicidad pura es la de la inocencia. Después mordemos el fruto prohibido, abrimos la caja de Pandora y comenzamos a descubrir la vida. Vivimos en la paradoja de querer saber, aunque duela: saber no nos hace felices, pero no podemos renunciar a ello; nos puede la necesidad de averiguar. Crecer consiste en ir aprendiendo imperfecciones. Ser feliz, en saber que no importan.

Así, a base de ignorancia y curiosidad, vamos creando mundos nuevos.

*Parece que la versión original es en singular: Il y a un autre monde mais il est dans celui-ci. Ni idea de quién decidió pluralizarlo.

06 enero 2011

Dime con quién andas

... y te diré quién eres. Eso reza el refrán. Yo siempre había creído que era algo esencialmente peyorativo para indicar que la gentuza se junta con gentuza. Ahora creo que es una verdad general: uno se define por las amistades que cultiva. Mal que a veces nos pese, somos animales sociales y uno, además de uno mismo, también es sus circunstancias. Su familia, su ciudad, su tiempo, los amigos que elige. Seguramente elegir sea un eufemismo, pues los amigos son esencialmente aquellos que nos aguantan y aceptan. Que, inexplicablemente, siguen ahí a través de los años. Que no nos quieren cambiar.

Sin embargo, también son algo que nos modifica. Incluso los más ferozmente independientes necesitamos la aceptación. A partir de ciertas afinidades, los amigos nos pueden ayudar a sentirnos más a gusto con nosotros mismos, a desarrollar los aspectos de nuestra personalidad que más nos gustan, pero igualmente nos pueden alejar, cambiarnos radicalmente. Para sobrevivir, cuando la situación no es propicia, nos adaptamos al entorno, nos camuflamos hasta pasar desapercibidos y ser admitidos.

Cada vez que entramos en un nuevo círculo social nos vemos obligados a reinventarnos. Ya sea por cambiar de trabajo, de pareja o de ciudad, tenemos que definir nuestro nuevo rol, nuestra nueva relación con los demás. En ocasiones, esta operación puede convertirse en un salto mortal sin red: uno no añade amigos, sino que de golpe y porrazo se encuentra rodeado de gente nueva sin el apoyo de los ya conocidos. Todos sabemos de aquel que se echó novia y no se le volvió a ver el pelo, del otro que metió su vida en una maleta y se fue a plantarla en cualquier otra parte. El riesgo está en que olvidar a los amigos es también olvidarse a uno mismo. No son grandes cambios. Simplemente, palada a palada, vamos enterrando una parte de nosotros.

Y así uno puede encontrarse un día echándose de menos, preguntándose qué habrá sido de aquel yo bromista que hoy es un tipo serio, de aquel yo amante del cine que ahora sólo ve blockbusters, de aquel yo que discutía durante horas tomando cada coma por trinchera y que ya no mantiene más que conversaciones de ascensor.

Y darse cuenta de que, palada a palada, te has estado enterrando vivo.